domingo, 11 de diciembre de 2011

El chico de fuego

holitas holas!! bueno, esta entrada es una pequeña historia que escribí para un concurso de historias colegiales (más que nada para que me subiese la nota en legua), asi que a ver que os parece:


Intentó parar aquella pelota de fútbol que iba directamente hacia él, sin éxito, aquél balón iba a tanta velocidad que simplemente lo dejó pasar, sin hacer ningún esfuerzo por detenerlo. La pelota tocó la red y los vítores de los jugadores resonaron en aquel patio de colegio, incluso por encima del murmullo que siempre rondaba a aquellas horas. Echó una mirada a uno de los jugadores de su equipo, éste se pasaba el dedo índice de su mano por el cuello, el chico tragó saliva. No sólo tenía que aguantar los balonazos que había recibido en el partido, que le dejarían moratones por lo menos un mes, sino que hoy le tocaba paliza al final de las clases. La campana sonó y él soltó un suspiro de alivio, abandonó la portería tan rápido como pudo y su unió a la multitud que subía por las escaleras, de camino a clase. Caminaba por el pasillo, con gente a ambos lado de él, cuando algo o alguien hizo que se tropezase, y cayese de bruces al frío suelo. La gente a su alrededor se reía por su caída, a él no le hacía gracia, giró su cabeza y vio detrás suya a varios alumnos que reían a carcajadas, todos de su clase, bromeando sobre cómo le habían puesto la zancadilla y cómo se había caído. El muchacho sólo suspiró por quien sabe cuánta vez en el día. Se puso en pie y tras varios empujones por parte de aquellos chicos entró en su clase.
Clase de historia, la profesora, una mujer de armas tomar, era tan rígida y estricta que pocas veces se preocupaba por sus alumnos. Aquel chico de ojos azules pasó una clase entre risas por lo bajo, miradas de reojo y collejas por parte de aquellos chicos. Él poco podía hacer, lo había intentado todo: hacerles frente, contárselo a sus profesores, la última vez que lo hizo acabó con tres costillas rotas y moratones por todo el cuerpo. Ahora sólo le quedaba una cosa por hacer: no hacerles caso, suponía que ya se cansarían de molestarle. Tras hora y media de clase, a lo que a él le parecieron muchas más, recogió sus cosas y se encaminó hacia la salida mezclándose con el tumulto de gente, esperando así, poder camuflarse entre ellos. Ya iba de camino a su casa cuando en una plaza cerca de su instituto unos muchachos, los mismos de antes, le cortaron el paso. Eran tres y se estallaban los nudillos mientras reían por lo bajo. La paliza duró sólo unos minutos, le agarraron por la chaqueta y lo empujaron al suelo, segundos después le daban patadas mientras aquel chico se protegía la cabeza con las manos mientras lágrimas caían por sus mejillas, entre gritos de ayuda y dolor, hasta que una patada en la boca lo calló, saltándole varias muelas en el proceso, la sangre salpicó el suelo.
-          La próxima vez no dejes escapar el balón.- Le dijo uno de aquellos chicos, el más grande, mientras le escupía y se daba la vuelta escoltado por los otros dos.
Llegó a casa a duras penas, cojeando, con moratones en las costillas y con dificultad para respirar. Lo primero que pasó al abrir la puerta fue la bofetada de su madre impactando en su cara. Siguió adelante, ignorando a su madre que le empezaba a gritar,  mientras le venía un olor a whisky que, por un segundo le mareó. Lo oía todo  muy lentamente, con pitidos intermitentes y con el eco de la voz de su madre resonando en las paredes de su cráneo. Se encerró en su habitación con pestillo, tiró la mochila encima de  la cama y se acercó a su espejo. Miró con detenimiento su reflejo: ojos azules vacíos, ahora adornados con moratones, el labio había parado de sangrar y había formado una costra de sangre seca, al igual que la nariz. Se desvistió con cuidado, haciendo muecas de dolor cuando movía los brazos y se dirigió al baño, allí se examinó el cuerpo, un cuerpo delgado y algo escuálido lleno de mazaduras moradas, negras y de un color verduzco que contrastaba con su blanca piel. Se miró a los ojos en el espejo, el flequillo negro le caía sobre la frente, casi ocultándolos. Abrió el cajón y cogió unas tijeras. El suicidio, pensó, recostándose contra la pared. Alzó aquel instrumentó que relució contra la luz de la habitación, lo había pensado tantas veces, pero nunca lo había llegado a hacer, quizás por cobardía, quizás porque, muy en el fondo todavía le quedaba algo de esperanza. Entonces, algo se encendió en su interior, sonó como un “click”. Lo tenía todo, pensó, todo lo necesario para acabar con su sufrimiento, y no era precisamente el suicidio. Se metió en la ducha y más tarde se fue a dormir, el día siguiente sería un día muy largo.
Aquel era el día, el día en que todo acabaría, se levantó, se vistió y bajó a la cocina, metió una garrafa naranja en su mochila, sabía que la tenía su padre para emergencias, por último, cogió una caja de cerrillas y salió a la fría calle de diciembre. 
Llegó al portalón del instituto en apenas diez minutos, y allí estaban aquellos malnacidos, en cuanto pasó delante de ellos, no dudaron en empujarle al suelo y empezar a burlarse de él, llamándole cosas como “emo” o “heavy”. Todo acabará hoy, pensó mientras tragaba saliva desde el suelo, algunos de los alumnos allí presentes se reían,  otros desviaban la mirada, y otros simplemente le ignoraban, como si no tuviera nada que ver con ellos. Corrió al baño y cuando tocó la sirena se quedó allí, esperando a que toda aquella gente entrara a clase. Se volvió a mirar al espejo, y recordó que, en otro tiempo, él era feliz, no lograba recordar cuándo había sonreído por última vez, eso fue lo que le impulsó a hacer lo que estaba a punto de hacer. Se dirigió a conserjería, a esa hora el conserje estaría tomando un café, ligando con la secretaria, abrió el cajón de las llaves y cogió un manojo, se las guardó con cuidado en el bolsillo y salió de puntillas, sin hacer ruido. Subió las escaleras con la sangre pitándole en sus oídos, el pulso desenfrenado mientras sacaba de su mochila aquel bidón. Se iba acercando a la clase, cada vez estaba más cerca, y cuanto más se acercaba, más recordaba lo que aquellos chicos, si se les podía llegar a llamar así, le habían hecho, él era un niño normal, con sus amigos, una familia que le quería, nunca suspendía, y, mírate ahora, pensó, con miedo a levantar la mano en clase. Allí estaba ante él, la puerta de aquella sala, sacó las llaves y la cerró con cuidado, después se dirigió hacia la otra puerta, la abrió de repente, provocando un espasmo en la profesora y en los alumnos, míralos, pensó, tan…normales, lobos disfrazados de piel de cordero. Vació el contenido de aquel bidón salpicándolo todo de aquel líquido, lo tiró a un lado, ahora vacío y de su bolsillo sacó una caja de cerrillas, encendió una y la tiró al suelo. Mientras se daba la vuelta pudo notar el calor que emanaba de la clase, cerró la puerta con llave y se alejó por el pasillo mientras oía los gritos de sus “compañeros” resonar en sus oídos.

Miraba por la ventana al día nublado, desde que estaba allí encerrado no había vuelto a tener pesadillas y los moratones casi se habían curado. Allí le trataban bien, era todo blanco y eso le calmaba, se podía decir que estaba contento, aunque sólo llevara allí un mes más o menos, en aquella sala se perdía la noción del tiempo. La enfermera entró en la habitación.
-          Es hora de tus medicinas.- Exclamó, intentado darle ánimos al chico de los ojos azules que estaba sentado junto a la ventana. Él se fijó en su cuello, tan pálido y suave, casi podía oír sus venas golpeándolo, bombeando sangre, se imaginó aquel cuello manchado de escarlata, de sangre que emanaba de la herida de aquella chica, y se imaginó a él con un cuchillo en la mano cubierto de aquella sustancia roja.
-          Claro.- Respondió, pestañeando, debía alejar esos pensamientos y comportarse bien, sino no saldría de aquella clínica nunca, no podía estar ahí para siempre ¿o sí? 

1 comentario:

  1. Es uno de los mejores textos tuyos que he leído, me encanta! Por otra parte, qué problema tienes con quemar colegios?? xD
    Un beso, sigue asi! :)

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